Los grandes inventos de la Edad Media

2023-01-05 17:30:25 By : Mr. Yan LIU

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Salomón midiendo los cielos con ayuda de un astrolabio. Biblia de los capuchinos, 1170-1180, Biblioteca Nacional de Francia.

Actualizado a 03 de enero de 2023 · 13:09 · Lectura:

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En el siglo XIII, en la Universidad de Oxford, un fraile franciscano llamado Roberto Grosseteste afirmaba que el conocimiento científico debía basarse en la experimentación. Su discípulo Roger Bacon, llevando más allá este principio, llegó a definir el «método científico» como un ciclo de cuatro fases: observación, hipótesis, experimentación y verificación. Basándose en este método desarrolló estudios de óptica que le condujeron, entre otras cosas, a diseñar las primeras gafas y a elaborar proyectos de cámaras oscuras, el precedente de la cámara fotográfica. Bacon sintió una gran admiración por su coetáneo francés Pierre de Maricourt, quien llevó a cabo importantes investigaciones en el campo del magnetismo. Un siglo más tarde, Nicolás de Oresme demostró que era la Tierra la que se movía y no los astros sobre ella, como hasta entonces se pensaba. En la misma centuria, el francés Jean Buridan interpretó, mediante estudios matemáticos, el movimiento de los proyectiles.

Estos ejemplos muestran que, en contra de la visión tradicional de la Edad Media como una época de atraso e ignorancia, en los siglos medievales las ciencias nunca se abandonaron. Es cierto que a partir del siglo V, con la caída del Imperio romano y las invasiones germánicas, muchos de los conocimientos del mundo antiguo se perdieron. Conforme a la nueva mentalidad de las gentes, todo lo desconocido o no comprendido pasó a provocar temor y a asociarse con la magia y la brujería, con lo prohibido, con lo demoníaco. La ciencia fue, así, dejándose de lado. Pero a partir del año Miltodo cambió y, de manera paralela al despliegue económico del continente, renació el interés por el saber y, sobre todo, por la aplicación práctica del conocimiento. 

Universidad de Oxford. Oxford comenzó a ser un centro de estudios importante a partir de 1214, y se hizo famosa por sus enseñanzas en Teología y Humanidades.

La mayor parte de las innovaciones surgió a través de los contactos con el mundo islámico, que, a su vez, las había tomado de la Antigüedad griega y latina o del Extremo Oriente, para después desarrollarlas por su cuenta. Tal fue el caso del timón, el papel y la brújula, o de los números indo-arábigos, que progresivamente sustituyeron a los romanos, facilitando así el avance del cálculo. Los árabes permitieron también que volvieran a Occidente, a través de traducciones, tratados griegos y romanos de carácter científico, filosófico y político. Comunicaron y desarrollaron, pero no fueron los únicos en hacerlo: los europeos también supieron innovar, como prueban los relojes, los molinos y las lentes. 

El buscador de estrellas. El astrolabio fue el útil principal de navegación en la Edad Media. Sobre estas líneas se muestra un astrolabio italiano del siglo XIV.

Sin embargo, esto no debe hacernos pensar que el progreso científico fuese característico del período. Lo que realmente define a los hombres de la Edad Media no son los descubrimientos ni los avances en el campo del conocimiento teórico, sino la capacidad de aplicar esos saberes –desarrollados por ellos mismos o transmitidos por otras culturas– a las necesidades prácticas de la sociedad en que vivían. 

La figura que mejor caracteriza la Edad Media no es la del científico, sino la del ingeniero, esto es, el «artífice»; aquel que sin preguntarse el porqué de los fenómenos conoce su funcionamiento y puede, por ello, darles utilidad. La mayor parte de los nombres de los creadores medievales se ha perdido, pero no así sus aportaciones. La pólvora, por ejemplo, se conocía en China desde el siglo X, pero fueron los europeos quienes la adaptaron para usos bélicos en los siglos XIII y XIV. Otros inventos de origen oriental, como la brújula magnética, la rueca para hilar o el papel, desplegaron todas sus posibilidades al llegar a Europa. 

La pólvora. La fabricación de este compuesto, su explosión, la expulsión de la bala del cañón, su deflagración y la trayectoria del proyectil (la balística) planteaban problemas prácticos cuya solución llevó al desarrollo de la química y de la dinámica (el estudio de los cuerpos en movimiento); a su vez, esta última condujo al desarrollo de la mecánica, una rama de la física. Arriba la bombarda Mons Meg forjada en el 1449, Castillo de Edimburgo.

Los ingenieros del Viejo Continente dieron un considerable impulso al trabajo del vidrio y de los metales, y mejoraron hasta tal punto el funcionamiento de los molinos que hicieron olvidar los empleados en época clásica. Construyeron sistemas de extracción, contención y canalización de aguas desconocidos hasta entonces, e inventaron artefactos capaces de determinar la posición de los astros y de medir el tiempo. 

Astrolabio-cuadrante Permite efectuar medidas de altitud, latitud y longitud, fijar la dirección de La Mecay las horas. El que se ve aquí es sirio, del siglo XIV.

Salvo contadas excepciones, el hombre medieval no concebía las ideas de novedad y progreso, al menos tal como las entendemos hoy día. No creía que en el mundo hubiese cosas por descubrir o que el tiempo significase un camino evolutivo. Podía, eso sí, admitir lo inexplicable, pues su mundo estaba plagado de misterios. De ahí la existencia de fórmulas mágicas o pseudomágicas, como las que se atribuían al alquimista Nicolás Flamel (h. 1330-h. 1413), presunto descubridor del elixir de la eterna juventud y de la piedra filosofal, que transformaba los metales en oro. 

Como consecuencia de esta mentalidad, la mayor parte de los avances medievales tuvo por origen motivos muy distintos a la curiosidad científica. Las catedrales góticas, por ejemplo, se elevaron para honrar a la divinidad; persiguiendo este ideal, los arquitectos tuvieron que ingeniar medios constructivos novedosos, transportar materias primas, crear vidrieras... Pero todo esto era secundario, porque la verdadera meta de sus constructores era ideológica, espiritual. Algo similar puede decirse de los avances en náutica (cuyos fines eran mercantiles), así como de los progresos en la agricultura y el armamento. 

Ello explica en parte el que no se conozcan ni el nombre del creador ni la fecha exacta de aparición de uno de los principales inventos medievales: el reloj. Tanto la creación del primer reloj mecánico como las mejoras en su funcionamiento han de ubicarse en un universo de artesanos del metal que, paulatinamente, fueron mejorando sus técnicas y transmitiéndolas verbalmente unos a otros. Lo que explica el origen del reloj es su utilidad, la necesidad de que apareciese, y no la genialidad de un individuo aislado. En efecto, desde que en las ciudades comenzaron a multiplicarse los talleres y los mercados, el tiempo se materializó: cada hora representaba dinero, ya fuese invertido, gastado, cobrado o perdido. Las jornadas de trabajo de artesanos, mercaderes y operarios debían, por ello, medirse de forma precisa, y los relojes solares no podían cumplir esta función. 

Los árabes elaboraron relojes de agua, llamados clepsidras; adornaron algunos de ellos con figuras de autómatas para marcar con sonidos y movimientos el paso de las horas. Se conservan las descripciones de los ideados, entre otros, por al-Muradi (siglo XI) y por al-Jazari (siglo XIII). Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, dedicó parte de su Libro del saber de astronomía (1276) a explicar cómo podían confeccionarse y utilizarse cinco tipos diferentes de relojes: dos de sol, uno de combustión, uno de mercurio y una clepsidra. En el monasterio de Ripoll se guardaba un manuscrito del siglo XI que hablaba de un reloj de agua al que se había incorporado un despertador. 

Reloj astronómico de Praga, instalado en el ayuntamiento de la capital checa en 1410.

Pero la respuesta a los nuevos tiempos fue el reloj mecánico europeo, documentado en torno a 1300, que sustituyó el anterior sistema hidráulico por motores que se activaban mediante pesos colgados de cilindros y mediante engranajes, rodillos y palancas. Colocados en las fachadas de los edificios públicos y en los campanarios de las iglesias, los primeros relojes de este tipo carecían de manecillas y cuadrantes y hasta fines del siglo XIV no se les incorporaron las esferas numéricas. Al principio eran instrumentos poco precisos debido a los atrasos provocados por la fricción de los mecanismos; pero a mediados del siglo XVI había modelos que apenas erraban un minuto al día. La introducción del muelle en sustitución del peso hizo que, a partir del siglo XV, se pudiesen construir relojes de menor tamaño, incluso de mesa. 

El mundo clásico contó con la mano de obra esclava como fuente básica de energía. La Europa medieval, por el contrario, vio cómo los siervos pasaron a ser hombres libres, convirtiéndose en braceros y labradores, operarios y artesanos, mercaderes y navegantes, por lo que tuvo que procurarse otras fuentes de energía. Una de ellas fue la animal, a partir de la mejora del tiro y la generalización del uso del caballo en detrimento de los bueyes. La otra fueron los molinos. El molino de agua ya era conocido por los romanos, pero en la Edad Media se convirtió en un elemento más del paisaje. Los monasterios y los municipios los construyeron en gran número; en el siglo X, en los dominios de la abadía de Saint-Germain, por ejemplo, había no menos de 59 molinos. El molino de viento, por su parte, se basó en una innovación genuinamente europea, el pivote vertical, y se difundió a partir del siglo XII en Holanda. 

El alambique. La destilación de perfumes y aceites por los árabes llevó en la Europa cristiana a la obtención de alcoholes, y de ahí al desarrollo del utillaje de laboratorio que hizo posible la química orgánica: alambique, retorta, serpentín, condensador...

Los usos de los molinos eran variadísimos: servían para moler trigo, aceitunas, mostaza o cáñamo, para abatanar tejidos, curtir pieles, fabricar cerveza, cortar hierro, serrar madera, pulir metal, hilar seda o hacer pasta de papel. Los pólders, superficies de tierra ganadas al mar en los Países Bajos, surgieron a partir de la construcción de diques y el drenaje del agua mediante bombas activadas por molinos de viento. 

Paralelamente, el notable desarrollo de la metalurgia durante la Edad Media propició numerosas innovaciones tecnológicas además del reloj mecánico: instrumentos musicales, planchas para imprimir papel, máquinas para la confección de tejidos, aperos de labranza, armas de guerra e incluso autómatas.

Anteojos. El empleo de las gafas (descubiertas hacia finales del siglo XIII, en Italia) impulsó el estudio de la óptica, y dio lugar a las industrias de pulidores de lentes y fabricantes de anteojos. A ellos se debe la invención del telescopio y el microscopio, que revolucionaron las ciencias naturales.

Unas innovaciones conducían a otras: la idea de cubrir el hierro con estaño para fabricar armaduras fue el origen de la hojalata; el perfeccionamiento de la técnica del vidrio llevó a confeccionar lentes de aumento; la combinación del vidrio con el metal dio lugar a los anteojos y a los espejos, surgidos en Venecia –el principal centro de la industria del vidrio– en el siglo XIII. Los experimentos realizados por los alquimistas, por su parte, dieron como resultado la destilación de alcoholes, la confección de tintes, la elaboración de cosméticos, la mejora en el trabajo del cuero y la aparición de la pintura al óleo. 

Desde el siglo X, y gracias al auge del comercio y de las peregrinaciones, surgieron grandes ciudades en los puertos marítimos, en las encrucijadas de caminos y en otros enclaves mercantiles.  En ellas se producían drogas y cosméticos, vestidos y zapatos, joyas y objetos de oro y plata. Pero lo novedoso fue la aparición de auténticas industrias de cerámica, vidrio, cuero y, sobre todo, materia textil.

La fabricación de tejidos de lino, cáñamo y seda evolucionó notablemente, creándose nuevos tipos de instrumentos de hilado y modelos de telares. Fueron aún más espectaculares los avances en la industria de la lana, sobre todo en Flandes, pero también en Italia e Inglaterra. Se construyeron artefactos para cardar las fibras, ruecas para hilarlas, telares horizontales que permitían hacer piezas de tela más anchas y martillos de madera que, accionados por molinos, abatanaban los paños. 

Este repentino desarrollo de las actividades fabriles trajo consigo la aparición de uno de los elementos más característicos de la revolución industrial: los operarios, esto es, personas desplazadas, temporal o permanentemente, del campo a la ciudad para trabajar en las fábricas. Residían en los arrabales, tenían régimen de asalariados, contaban con pocos recursos, con frecuencia se quedaban desempleados y, dado lo precario de su situación, no era raro que se pusieran en huelga. 

Otro elemento característico del momento fue la contaminación, tanto del aire como de las aguas. Para hacernos una idea de las dimensiones que llegó a cobrar este fenómeno retengamos tan sólo un dato: en el siglo XIII, la polución en Londres, originada por la quema de carbón para calentar las casas y para alimentar las hogueras en las que se fundían el vidrio y los metales, llegó a tal punto que el rey Eduardo I tuvo que prohibir el uso de este combustible en 1272, amenazando con penas de tortura, e incluso de muerte, a quien lo vendiese o utilizase. Pero, al parecer, estas medidas no tuvieron los resultados deseados, ya que un siglo más tarde Ricardo III y Enrique V se vieron obligados a buscar una solución al problema. La niebla londinense no fue, tal y como vemos, una característica exclusiva del siglo XIX. 

Gracias a la apertura de las rutas mercantiles, las técnicas de navegación se desarrollaron de manera extraordinaria en la Edad Media. La galera romana evolucionó, en los mares del Norte aparecieron las cocas y, además, se crearon la quilla, la vela latina triangular, que permitía navegar con diferentes vientos, y el timón de codaste, que facilitaba las maniobras. A partir del siglo XII comenzaron a utilizarse en Europa la brújula magnética y el astrolabio, que permitía determinar la posición de los navíos localizando las estrellas. 

Junto a estos avances náuticos surgieron otros de carácter armamentístico, pues los barcos, militares o no, debían ir armados para defenderse de los muy probables ataques de piratas y corsarios. La más espectacular de todas las armas empleadas en el mar era el llamado «fuego griego»: una mezcla de petróleo en bruto, que flotaba; azufre, que desprendía vapores tóxicos; resina, que activaba la combustión; cal viva, que liberaba calor al entrar en contacto con el agua; salitre, que desprendía oxígeno haciendo que el fuego no se extinguiese, y grasas, que aglutinaban la mezcla. De este modo, el fuego ardía en el agua y prendía en los navíos, quemándolos. Utilizado al menos desde el siglo VII por la marina bizantina, los europeos occidentales lo conocieron en las Cruzadas y más tarde lo importaron. 

Los avances tecnológicos en el mundo militar también se dieron en tierra. Desde el siglo XI se desarrollaron las técnicas de construcción y reforzamiento de castillos y fortalezas, y también los ingenios de ataque. Los ingenieros, los carpinteros y los herreros llegaron a tener en la guerra tanta importancia como los soldados. Se perfeccionaron armas utilizadas desde la época clásica (arietes, catapultas, castillos móviles de madera) y surgieron otras nuevas como la ballesta, tensada mediante una manivela y con potencia suficiente para derribar desde gran distancia a un caballero. Las armaduras se hicieron más complejas y flexibles. La evolución de la silla de montar y la introducción del estribo permitieron a los jinetes manejar sus armas con mayor facilidad, y usar el peso de su cuerpo para dar mayor potencia a sus golpes y lanzamientos. A partir del siglo XIII se introdujo en Occidente la pólvora, con la que se activaban bombardas, que lanzaban piedras, y truenos, que arrojaban material de fundición. 

En las últimas décadas del siglo XV, los humanistas italianos comenzaron a utilizar expresiones como medium aevum o media aetas («edad media») para referirse al período comprendido entre la caída del Imperio romano y su presente. Entendían que, a lo largo de esos diez siglos, la barbarie y la ignorancia habían provocado un declive de la cultura, y que era preciso conseguir que las tradiciones clásicas renaciesen.

Actualmente, sin embargo, casi se ha desterrado aquella imagen lúgubre y tenebrosa de la época medieval. Los historiadores modernos han comprobado también que en ese período la cultura no se abandonó, sino que evolucionó; que el arte medieval no tenía nada que envidiar al clásico, sino que era diferente; y que la tecnología, entendida como aplicación práctica del conocimiento científico, en algunos aspectos avanzó mucho más en la Edad Media que durante la Antigüedad clásica. 

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